Desconcierto e insensibilidad post traumáticas.
Por Ricardo Candia Cares
Una epidemia de desconcierto, i.e. desorientación y perplejidad, cruza la sociedad chilena mientras se muestra por la tele las andanzas de un presidente - candidato, una Concertación cruzada por escenas de celos, peleas maritales y amnesia generalizada, una izquierda fantasmal y la inminencia del mundial de fútbol. Desconcierto e impunidad.
Si alguna vez existió una conspiración para que la gente se dejara manipular, los resultados que saltan a la vista dan cuenta del éxito de dicha táctica. Lo peor de todo, sin costo alguno. Que el presidente incumpla lo que prometió en vez de ser un escándalo, es explicado por sus voceros como de toda lógica. Que aparezcan de vez en cuando políticos ladrones, es mostrado como una práctica necesaria y complementaria que logra destacar a aquellos que no lo son. Que los próceres de la Concertación se disputen el poder aún a costa de matrimonios, parejas o amancebamientos, no pone colorado a nadie.
La vida parece seguir su curso del modo más normal. Las maromas para el financiamiento de los efectos de la catástrofe, que al final dejará todo como está o peor, se realiza con bombos y platillos mediáticos mientras sobre la gente envuelta en los plásticos maravillosos que entrega la Intendenta ineficiente del Biobío, escurren las primeras aguas del invierno, los viejos se mueren de frío, los niños en escuelas que más parecen set de televisión y los hospitales funcionando como puestos del Mercado Persa.
A nadie parece importar que muchos ciudadanos tengan que hacer milagros cada mañana para acercarse a sus trabajos por la falta de puentes y caminos y que la cesantía en esas zonas llegue a niveles de tragedia. Y que no haya agua, ni gas ni luz. Ni esperanzas.
Mientras tanto, lejos de ahí, preocupados de la instalación de los micrófonos para el rito anual del primero de mayo, los autodenominados representantes de los trabajadores, revisan y revisan los discursos inútiles a los que bastaría cambiarles la fecha.
Piñera, podrá parecer un contrasentido, llega a gobernar en el mejor de los escenarios. En veinte años de progresivo, y en apariencia inofensivo giro a la derecha, la Concertación ablandó a la gente con una gradualidad propia de la medicina homeopática. Resultaba una hecho exótico que personas reclamaran sus derechos. La expresión airada de quienes exigieron reparación, justicia o ser oídas, fue criminalizada en cada uno de los últimos veinte años.
Desde la aparición tembleque de Patricio Aylwin, hasta la carita de pena de Michelle Bachelet, se impuso por la oligarquía emergente la cultura de la represión solapada y de la otra. Al comienzo, por el temor inveterado a la reacción del fascismo anclado en las Fuerzas Armadas, al final por el temor a mal agradecer los logros concertacionistas y los postreros e inútiles porcentajes de adhesión sublime.
El resultado es dramático. La gente común quedó sin saber para donde mirar, a qué santo echar mano. Todo le queda lejos, en especial aquellos que antes marchaban codo a codo con los más castigados y de los que ahora ni se sabe. Curiosamente, lo único que salva, que entrega una mano de apoyo y solución, es el mercado. Las tarjetas de crédito, cumplen con la labor que hace mucho hacían las libretas del fiado en el almacén de la esquina.
El horror de verse manipulados por un gobierno mentiroso y populista, reforzado por un aparato comunicacional que hace lo que quiere, no es una posibilidad lejana, pero no asusta a nadie.
Mientras los ojos y oídos se centran en las especulaciones de la reconstrucción y en las teleseries de los matrimonios de la casa real concertacionista, el mundo sigue andando. Y aumentan los niños delincuentes sin que haya como contener esta desgracia, aumentan la razzia de los fiscales anti mapuche en su cruzada racista, aumenta la cesantía en sector público y en la zona epicentral, sube el pasaje de esa otra estafa llamada Transantiago y suben también los grados de impunidad de los represores contemporáneos. Y a nadie parece importar mucho.
Esta semana se aprobará la ley que consagra la privatización de la educación en nuestro país y muchos diputados aún no hacen públicas las declaraciones de intereses, a pesar que la ley exige hacerlo en el término de treinta días desde su asunción. Y a nadie parece importarle tampoco.
Da la impresión que las sucesivas desgracias que ha experimentado el país: golpe de estado, Concertación, terremotos, inundaciones, volcanes en erupción, Sebastián Piñera, hubieran creado tal coraza en la piel y almas de sus habitantes, que ya nada afecta, nada asombra y, peor aún, nada indigna.
Si alguna vez existió una conspiración para que la gente se dejara manipular, los resultados que saltan a la vista dan cuenta del éxito de dicha táctica. Lo peor de todo, sin costo alguno. Que el presidente incumpla lo que prometió en vez de ser un escándalo, es explicado por sus voceros como de toda lógica. Que aparezcan de vez en cuando políticos ladrones, es mostrado como una práctica necesaria y complementaria que logra destacar a aquellos que no lo son. Que los próceres de la Concertación se disputen el poder aún a costa de matrimonios, parejas o amancebamientos, no pone colorado a nadie.
La vida parece seguir su curso del modo más normal. Las maromas para el financiamiento de los efectos de la catástrofe, que al final dejará todo como está o peor, se realiza con bombos y platillos mediáticos mientras sobre la gente envuelta en los plásticos maravillosos que entrega la Intendenta ineficiente del Biobío, escurren las primeras aguas del invierno, los viejos se mueren de frío, los niños en escuelas que más parecen set de televisión y los hospitales funcionando como puestos del Mercado Persa.
A nadie parece importar que muchos ciudadanos tengan que hacer milagros cada mañana para acercarse a sus trabajos por la falta de puentes y caminos y que la cesantía en esas zonas llegue a niveles de tragedia. Y que no haya agua, ni gas ni luz. Ni esperanzas.
Mientras tanto, lejos de ahí, preocupados de la instalación de los micrófonos para el rito anual del primero de mayo, los autodenominados representantes de los trabajadores, revisan y revisan los discursos inútiles a los que bastaría cambiarles la fecha.
Piñera, podrá parecer un contrasentido, llega a gobernar en el mejor de los escenarios. En veinte años de progresivo, y en apariencia inofensivo giro a la derecha, la Concertación ablandó a la gente con una gradualidad propia de la medicina homeopática. Resultaba una hecho exótico que personas reclamaran sus derechos. La expresión airada de quienes exigieron reparación, justicia o ser oídas, fue criminalizada en cada uno de los últimos veinte años.
Desde la aparición tembleque de Patricio Aylwin, hasta la carita de pena de Michelle Bachelet, se impuso por la oligarquía emergente la cultura de la represión solapada y de la otra. Al comienzo, por el temor inveterado a la reacción del fascismo anclado en las Fuerzas Armadas, al final por el temor a mal agradecer los logros concertacionistas y los postreros e inútiles porcentajes de adhesión sublime.
El resultado es dramático. La gente común quedó sin saber para donde mirar, a qué santo echar mano. Todo le queda lejos, en especial aquellos que antes marchaban codo a codo con los más castigados y de los que ahora ni se sabe. Curiosamente, lo único que salva, que entrega una mano de apoyo y solución, es el mercado. Las tarjetas de crédito, cumplen con la labor que hace mucho hacían las libretas del fiado en el almacén de la esquina.
El horror de verse manipulados por un gobierno mentiroso y populista, reforzado por un aparato comunicacional que hace lo que quiere, no es una posibilidad lejana, pero no asusta a nadie.
Mientras los ojos y oídos se centran en las especulaciones de la reconstrucción y en las teleseries de los matrimonios de la casa real concertacionista, el mundo sigue andando. Y aumentan los niños delincuentes sin que haya como contener esta desgracia, aumentan la razzia de los fiscales anti mapuche en su cruzada racista, aumenta la cesantía en sector público y en la zona epicentral, sube el pasaje de esa otra estafa llamada Transantiago y suben también los grados de impunidad de los represores contemporáneos. Y a nadie parece importar mucho.
Esta semana se aprobará la ley que consagra la privatización de la educación en nuestro país y muchos diputados aún no hacen públicas las declaraciones de intereses, a pesar que la ley exige hacerlo en el término de treinta días desde su asunción. Y a nadie parece importarle tampoco.
Da la impresión que las sucesivas desgracias que ha experimentado el país: golpe de estado, Concertación, terremotos, inundaciones, volcanes en erupción, Sebastián Piñera, hubieran creado tal coraza en la piel y almas de sus habitantes, que ya nada afecta, nada asombra y, peor aún, nada indigna.
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