La cultura de la derrota de la izquierda chilena (Punto Final Nº 710).
por Ricardo Candia Cares
Cuando perder vez tras vez resulta obvio, cuando los decenios pasan sin lograr una victoria de cierta trascendencia, cuando triunfos parciales no hacen sino mas elocuente el destino inmodificable de una derrota mayor, y cuando, a pesar de todo no hay un asomo de espanto, de bronca o por lo menos de asombro, es que entonces la derrota pasó a ser parte de una forma de cultura.
Desde hace mucho que la izquierda perdió el derrotero quedando atrapada en la incomprensión del mundo del que se dice llamada a transformar. Innumerables veces la izquierda, todas esa nebulosa, ha hecho esfuerzos que no cunden porque, al final, la suma de esas fuerzas es cero si se mide respecto del daño que le hace al adversario y desde la credibilidad de la gente que supone representa. Muchos de sus militantes, simpatizantes y adherentes nostálgicos, sueñan con que se repitan esas proezas que alguna vez vivieron, con el convencimiento de que la cosa sería distinta, de no haberse frustrado al final. Práctica que, si se mira bien, aumenta la sensación de derrota.
La cultura de perdedores contumaces se instalo a machote en la psicología de la izquierda el día en que desaparecido la indignación ante los espacios perdidos, ya sea por las zancadillas propias, por las torpezas que hicieron derivar potenciales triunfos en sonadas y vergonzosas derrotas, o por el trabajo paciente, efectivo y muchas veces inadvertido del enemigo.
Cuando la certeza de un destino aciago sustituye el optimismo, la cultura de la derrota, se entroniza. Como cuando la gente sube, cual animal insensible, al Transantiago y reclama, patea y putea con la certeza a priori de que no sirve de nada y conciente que esas máquinas Volvo, que en Estocolmo no habrían rodado un día, aquí, en Santiago de Chile, tiene para rato. Y hay que acostumbrarse.
En el ínterin, la derecha secuestró el lenguaje más preciado de la izquierda y lo hizo suyo. El cambio, sinónimo de revolución, es hoy de propiedad indiscutida de la derecha más derecha. Lo popular, es el apellido de esta misma derecha que arrebató las palabras a sus dueños de antaño. Como si nada. Y curiosamente, la palabra pueblo, desapareció del léxico zurdo. Y nadie dijo esta boca es mía. Hasta las palabras nos han sido quitadas de la boca, o abandonadas ex profeso. Esas que formaban las consignas más unitarias y combativas, las canciones gallardas y guerreras, y los discursos más rebeldes y revolucionarios, hoy trashuman a la siga de bocas que quieran gritarlas.
Los escasos triunfos que la izquierda de pronto obtiene, caen, se truncan más temprano que tarde por la certeza inmutable de que es imposible ganar si no es en forma transitoria. Y sólo para hacer más amargo el próximo repliegue. Se lee como victoria indiscutible, soberbia, fastuosa, lo que el rigor no es más que una dádiva calculada de los dueños de todo, que serán lo que usted quiera, pero tontos, ni por asomo. Un par de alcaldes, concejales, diputados, si se miran bien, son más triunfo del sistema que con ellos se legitima, que de la gente que se dice se representan. La buena fe de muchos que creen que esa gradualidad llevará la victoria final, resulta enternecedora.
La izquierda chilena se ha acostumbrado a perder. Se ha aceptado la derrota como el estado natural. Cuando se hace un recuento de la historia reciente y las derrotas y se comparan con los triunfos, no hay donde perderse. El pesimismo que afecta a los perdedores consuetudinarios informa que por delante sólo queda adecuar la vida de tal manera que las sucesivas derrotas no nos compliquen demasiado. Para los efectos de mitigar tantos dolores, se vive en la tibieza de la nostalgia, ese dolor al pasado, recordando batallas que tal vez fueron, y que no sumaron mucho para la victoria final. Tal vez, algunos cuentos para sobrinos y nietos futuros.
Alguien se propuso derrotar estratégicamente a la izquierda y lo hizo. Borró los vestigios de la ambición por la victoria, tanta veces cantada. Desdibujó mediante discursos atravesados el motor que fue capaz de proezas significativas: la mística, esa fuerza capaz de todo. De tanto invocar la potente fuerza del pueblo organizado, el pueblo cambió de barrio y sus organizaciones se diluyeron repartidas en varios administradores de vencidos.
El sistema se reorganiza cada día para entronizar mil años de dominio derechista. Ante esa expectativa, la izquierda no tiene un plan, una idea, una palabra. La imposición de laberintos discursivos propios de teologías y chamullos profesionales, se toman las tribunas que de vez en cuando se levantan. Y deja todo donde mismo.
¿Y si se tanteara la generosidad de bajar las banderas de la izquierda, esas pocas que quedan y democratizarla buscando aquello articula, más que lo que une, y dando paso a nuevos dirigentes que esperan su turno a la sombra en alguna parte?
Cómo saber.
por Ricardo Candia Cares
Cuando perder vez tras vez resulta obvio, cuando los decenios pasan sin lograr una victoria de cierta trascendencia, cuando triunfos parciales no hacen sino mas elocuente el destino inmodificable de una derrota mayor, y cuando, a pesar de todo no hay un asomo de espanto, de bronca o por lo menos de asombro, es que entonces la derrota pasó a ser parte de una forma de cultura.
Desde hace mucho que la izquierda perdió el derrotero quedando atrapada en la incomprensión del mundo del que se dice llamada a transformar. Innumerables veces la izquierda, todas esa nebulosa, ha hecho esfuerzos que no cunden porque, al final, la suma de esas fuerzas es cero si se mide respecto del daño que le hace al adversario y desde la credibilidad de la gente que supone representa. Muchos de sus militantes, simpatizantes y adherentes nostálgicos, sueñan con que se repitan esas proezas que alguna vez vivieron, con el convencimiento de que la cosa sería distinta, de no haberse frustrado al final. Práctica que, si se mira bien, aumenta la sensación de derrota.
La cultura de perdedores contumaces se instalo a machote en la psicología de la izquierda el día en que desaparecido la indignación ante los espacios perdidos, ya sea por las zancadillas propias, por las torpezas que hicieron derivar potenciales triunfos en sonadas y vergonzosas derrotas, o por el trabajo paciente, efectivo y muchas veces inadvertido del enemigo.
Cuando la certeza de un destino aciago sustituye el optimismo, la cultura de la derrota, se entroniza. Como cuando la gente sube, cual animal insensible, al Transantiago y reclama, patea y putea con la certeza a priori de que no sirve de nada y conciente que esas máquinas Volvo, que en Estocolmo no habrían rodado un día, aquí, en Santiago de Chile, tiene para rato. Y hay que acostumbrarse.
En el ínterin, la derecha secuestró el lenguaje más preciado de la izquierda y lo hizo suyo. El cambio, sinónimo de revolución, es hoy de propiedad indiscutida de la derecha más derecha. Lo popular, es el apellido de esta misma derecha que arrebató las palabras a sus dueños de antaño. Como si nada. Y curiosamente, la palabra pueblo, desapareció del léxico zurdo. Y nadie dijo esta boca es mía. Hasta las palabras nos han sido quitadas de la boca, o abandonadas ex profeso. Esas que formaban las consignas más unitarias y combativas, las canciones gallardas y guerreras, y los discursos más rebeldes y revolucionarios, hoy trashuman a la siga de bocas que quieran gritarlas.
Los escasos triunfos que la izquierda de pronto obtiene, caen, se truncan más temprano que tarde por la certeza inmutable de que es imposible ganar si no es en forma transitoria. Y sólo para hacer más amargo el próximo repliegue. Se lee como victoria indiscutible, soberbia, fastuosa, lo que el rigor no es más que una dádiva calculada de los dueños de todo, que serán lo que usted quiera, pero tontos, ni por asomo. Un par de alcaldes, concejales, diputados, si se miran bien, son más triunfo del sistema que con ellos se legitima, que de la gente que se dice se representan. La buena fe de muchos que creen que esa gradualidad llevará la victoria final, resulta enternecedora.
La izquierda chilena se ha acostumbrado a perder. Se ha aceptado la derrota como el estado natural. Cuando se hace un recuento de la historia reciente y las derrotas y se comparan con los triunfos, no hay donde perderse. El pesimismo que afecta a los perdedores consuetudinarios informa que por delante sólo queda adecuar la vida de tal manera que las sucesivas derrotas no nos compliquen demasiado. Para los efectos de mitigar tantos dolores, se vive en la tibieza de la nostalgia, ese dolor al pasado, recordando batallas que tal vez fueron, y que no sumaron mucho para la victoria final. Tal vez, algunos cuentos para sobrinos y nietos futuros.
Alguien se propuso derrotar estratégicamente a la izquierda y lo hizo. Borró los vestigios de la ambición por la victoria, tanta veces cantada. Desdibujó mediante discursos atravesados el motor que fue capaz de proezas significativas: la mística, esa fuerza capaz de todo. De tanto invocar la potente fuerza del pueblo organizado, el pueblo cambió de barrio y sus organizaciones se diluyeron repartidas en varios administradores de vencidos.
El sistema se reorganiza cada día para entronizar mil años de dominio derechista. Ante esa expectativa, la izquierda no tiene un plan, una idea, una palabra. La imposición de laberintos discursivos propios de teologías y chamullos profesionales, se toman las tribunas que de vez en cuando se levantan. Y deja todo donde mismo.
¿Y si se tanteara la generosidad de bajar las banderas de la izquierda, esas pocas que quedan y democratizarla buscando aquello articula, más que lo que une, y dando paso a nuevos dirigentes que esperan su turno a la sombra en alguna parte?
Cómo saber.
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